El victimismo exagerado del personaje interpretado por David Schwimmer es un reflejo caricaturesco de la irresponsabilidad emocional que la sociedad occidental disfraza de autocuidado
Tiempo estimado de lectura: 7 minutos
Todos los personajes de la mítica serie de televisión Friends nos han llegado al corazón en algún momento: nos hemos sentido identificados con ellos, nos hemos reído con ellos, alegrado por ellos y sufrido sus desgracias como si fuéramos parte de ese peculiar y entrañable grupo de amigos; incluso hemos deseado tener uno igual.
La gran mayoría de conflictos a los que se enfrentan los personajes en torno a los cuales se estructuran los episodios y, en algunos casos, la línea argumental de la serie completa, son sus aventuras y desventuras amorosas. Más allá de los enrevesados romances entre los propios seis protagonistas, recordamos en seguida a Richard, a Carol, a Kathy, a Mike, a Paolo, a Emily, a Pete, a Tag o a la repelente Janice; por no hablar de sus abundantes ligues de una noche y líos pasajeros. Y, aunque todos hemos anhelado una historia como la de Chandler y Monica, a lo largo de la serie vemos a los personajes principales ser verdaderamente crueles o, como mínimo, carentes de inteligencia emocional con gran parte de sus parejas. En un primer momento pensamos en Joey, Phoebe, quizá también en Rachel: son superficiales, priorizan el sexo y la belleza física del otro por encima de sus sentimientos y muestran claras dificultades para establecer lazos emocionales duraderos. Pero, como en todas las historias de asesinato, el culpable es el que parece menos sospechoso y esta serie no es una excepción, porque el mayor criminal sentimental de esta producción es Ross Geller.
En la cuarta temporada, sus amigos le advierten que, hasta que no acabó su matrimonio con Carol, él no era celoso. Y es que este es el mayor problema de Ross: es increíblemente posesivo. No sería justo pasar por alto que, como las personas reales, los protagonistas tienen traumas del pasado sin solucionar que hacen que no sean capaces de tener relaciones sanas. Sin embargo, igual que en la vida real, el componente psicológico no puede ser la excusa infalible para todos sus comportamientos dañinos. En Ross vemos a un hombre (o a un niño que se hace el hombre) al que, aunque en los flashbacks se caracterice como un friki, siempre le fue bien en la vida: el mimado de su familia que se sacó un doctorado y se casó con su perfecta novia de la universidad. Alguien que siempre creyó en el amor verdadero y deseó una relación profunda y permanente, hasta que este deseo fue invadido por un gran miedo al abandono y al engaño después de que su mujer le dejase por otra mujer. En su personalidad conviven ambos sentimientos contaminando todas sus relaciones y seguramente son la causa de sus comportamientos machistas, homófobos, controladores y victimistas.
Cierto es que un divorcio por cuernos no es plato de buen gusto para nadie. Y, a pesar de ello, Ross nos sorprende gratamente en momentos en los que demuestra una impresionante madurez emocional, como cuando en la boda de Carol y Susan acompaña a la primera al altar. Pero no son más que espejismos: las veces que Ross demuestra su inmadurez son muchas, pero que muchas más. Hay ejemplos pequeños pero muy significativos, como cuando su hijo Ben elige una barbie como juguete favorito. Se han escrito ya varios artículos sobre los tintes machistas y homófobos de la serie, que en su mayoría son achacables a la época, pero en este caso todos los personajes ven como algo normal que Ben juegue con una muñeca, excepto Ross, que no puede tolerarlo y no para hasta que consigue que su hijo se encariñe con un muñeco violento, duro y, por tanto, de “hombre”.
Los comportamientos más tóxicos de Ross se dan en su complicada relación con Rachel, a la que controla constantemente incluso después de haber roto. No vamos a pasar por alto que Rachel es una chica caprichosa y también siente celos muchas veces en la serie, por lo que no la vamos a idealizar. Una gran queja frente al movimiento feminista es que “no busca la igualdad, sino dar privilegios a la mujer y demonizar al hombre”. No vamos a entrar en la absurdez de esta afirmación, pero sí vamos a comparar, basándonos en sus acciones y no en su género, cómo se comportan Ross y Rachel en una misma situación: tienen una cita especial, pero uno de los dos tiene muchísimo trabajo. Precisamente así empieza y termina su relación. En la segunda temporada, la primera noche que tienen relaciones sexuales Ross tiene que irse a trabajar al museo. Rachel, aunque no parece estar muy cómoda, accede a acompañarle y una vez allí no se queja, entendiendo que es algo importante para él. Cuando Ross soluciona el problema ya es muy tarde y Rachel, comprensiva, le dice que no pasa nada porque la noche haya salido mal y sugiere marcharse a casa, pero Ross encuentra una romántica solución y ella le dice: “ha merecido la pena esperar”.
No se nos queda el mismo sabor de boca cuando, en la tercera temporada, Rachel llama desde el trabajo a Ross y le explica que tiene que anular su cita de aniversario con él porque seguramente tenga que quedarse allí toda la noche. Ross le dice que puede ir, ante lo cual (lógicamente) ella le pide por favor que no lo haga. ¿Hace caso él? Evidentemente no, porque sus necesidades siempre van antes que las de su pareja. Él quiere estar con Rachel, lo que ella quiera da lo mismo. Se presenta en su oficina igualmente con una cesta de picnic, ella le intenta decir cariñosamente que se marche (después de una semana en la que Ross ha estado enviándole regalos sumamente empalagosos, no por cariño, sino porque tiene celos de un atractivo compañero de trabajo de Rachel) y acaba explotando cuando él incendia su mesa. Ross se marcha y, cuando se reúnen de nuevo en el piso, le echa la culpa a ella por no hacerle suficiente caso. Cuando Rachel intenta explicarle lo importante que es ese trabajo para ella, él le pregunta si pasa tanto tiempo allí por otro hombre, porque claramente las mujeres no podemos tener algo más importante que hacer que estar para nuestra pareja. Y, para colmo, cuando ella le pide un descanso de su relación para pensar, él se acuesta con una desconocida esa misma noche y se lo oculta a Rachel a la mañana siguiente para que no se arrepienta de volver con él.
Como vemos, las reacciones son diametralmente opuestas: la de ella es sana, la de él es tóxica, egoísta y posesiva, siendo este solo uno de decenas de ejemplos. Rachel, sin embargo, acaba siempre sintiéndose culpable al ver a Ross dolido, llegando a considerarse la mala en varias ocasiones a causa de sus manipulaciones emocionales. Todos estos micromachismos (o sin el prefijo) a día de hoy serían considerados muestras de maltrato psicológico. Si Friends ocurriera en nuestra época, Ross le cogería el móvil a Rachel para asegurarse de que sólo habla con él o la increparía por dar like en Instagram a fotos de otros hombres por los que podría dejarle. O de otras mujeres, porque podría haberse vuelto lesbiana y abandonarle como hizo Carol.
Ross es solo un personaje ficticio, pero es preocupante porque refleja cómo han sido y son muchas relaciones de pareja en nuestra sociedad. La filosofía del carpe diem materialista no nos calma porque, en lugar de sanar lo dañado, lo elimina. La impaciencia, la satisfacción inmediata de la necesidad y la prioridad de mi placer me convierten en el centro de mi propio cuidado y de mi universo, volviéndome un narcisista y quedando los demás relegados a ser meros visitantes que deben ser limitados y controlados, ya que pueden quitarme tiempo o incluso hacerme daño; de hecho este tipo de eslóganes provienen de simple fobia al sufrimiento, nos hacen intolerantes al fracaso olvidando que este forma parte de la existencia. No puedo obtener el amor que anhelo si no me dejo amar por entero y esto implica aceptar la posibilidad de pasarlo mal. De la misma forma, ese egocentrismo me limita para amar bien al otro, porque yo siempre iré primero y no sabré hacerle sentir apreciado.
Lo problemático es que él nunca es capaz de darse cuenta de los errores que comete o de su egoísmo, sino que siempre tergiversa la realidad para convertirse en la víctima (cuando suele ser el verdugo) y es que en su mente es así: todo lo que él hace es por amor ¿cómo podría ser eso malo? El momento culmen de su caos emocional es, probablemente, el destrozo de su matrimonio con Emily (es el rey de los divorcios, ¿por qué será?), a quien había convencido de casarse a las seis semanas de conocerla, pintando de amor eterno su deseo de que ella dejase toda su vida de Londres para vivir con él en Estados Unidos. Tras un mes lamentándose por ser el hombre más desgraciado de un mundo que claramente está en su contra, pronto olvida la cara de espanto que puso la pobre chica cuando él dijo el nombre de Rachel en los votos, y su segunda cara de espanto cuando lo vio a punto de emprender su luna de miel también con ella. El espectador (y el propio Ross) acaba despreciando a Emily cuando, para resucitar su matrimonio, esta le pide que no vea más a Rachel, como una perfecta controladora cegada por los celos. Se nos olvida que cuando se conocieron ella no era así, sino que él la ha vuelto así con su comportamiento dañino, haciendo de su trauma personal un trauma en la persona que lo ha intentado querer.
Sabemos que Ross quería mucho a Carol, a Emily y a Rachel, pero hay una gran diferencia entre querer mucho y querer bien. Querer mucho a alguien es tener una serie de sentimientos: atracción, protección… pero, como explica el autor CS Lewis en «Los cuatro amores«, proviene de un “amor-necesidad”, que es natural y válido, pero puede ser muy perjudicial tanto para el otro como para uno mismo si no se controla ya que, al fin y al cabo, se basa en el egoísmo. Tengo la necesidad de que esta persona me quiera, por lo que dicha persona sólo funciona como medio de satisfacción a mi necesidad, ella como ser humano en realidad no me está importando, sólo estoy pensando en mí.
La relación sana se da cuando se ejerce el “amor-dádiva”, por el cual comprendo que el otro no es mi propiedad ni algo a lo que yo tenga derecho, aunque sea mi pareja; y procuro que mi compañía, mis palabras y mis actos la hagan más feliz, en lugar de buscar su compañía para satisfacer mi necesidad de afecto. Es imposible establecer un vínculo sin el componente de “amor-necesidad”, porque entonces nadie buscaría a nadie y las relaciones ni siquiera existirían, pero debe buscarse el equilibrio entre ambas. El amor nace de esa necesidad, pero sólo culmina y se perfecciona con la dádiva.
Esto es aplicable a todas nuestras relaciones y comportamientos. Se trata de simple responsabilidad o, como algunos lo llaman, higiene emocional: no puedo evitar estar sucio y oler mal, pero es mi responsabilidad darme una ducha para no apestar en el autobús. No puedo evitar tener sentimientos por alguien, pero sí es mi responsabilidad usar la razón y la voluntad para poder construir una relación sana. No puedo evitar tener sentimientos de rechazo o de discriminación, pero sí es mi responsabilidad esforzarme en cambiarlos porque sé que no están bien. No puedo evitar tener un trauma que daña todas mis amistades, pero sí tengo la responsabilidad de trabajarlo y de no escudarme en él para hacer lo que me dé la gana. Así como a nadie le gusta que su pareja o amigos desprendan un olor nauseabundo, también acaba siendo imposible tener cualquier tipo de relación estable con una persona del calibre de Ross Geller, cuyo comportamiento, sin importar que tenga buen corazón, le acaba convirtiendo en un auténtico cansino. La higiene emocional, como la higiene común, puede dar pereza, pero es necesaria y hace mejor la vida de todos. Date una buena ducha, Ross.