Tiempo estimado de lectura: 3 minutos.
Hay dos tipos de personas: aquellos que defienden que la política es un tema lejano, sobre el que cada uno tiene una opinión (o no), y aquellos que opinan que “lo personal es político” y que, por tanto, lo llevan a su día a día. Pero esto abre un juego inesperado, o que, al menos, parece que está en auge es estas últimas décadas: la simbología.
Los símbolos no son nada nuevo, de hecho, se han usado siempre como un signo de distinción. Es un grito de identidad, un “yo soy así, ¿y tú?”, algo que nos diferencia, que marca una barrera con el otro. Quizá estos símbolos marquen una distancia entre dos personas antes de conocerse. Y esto, ahora, se nota más que nunca. Ya son mundialmente conocidas las pulseras que marcan o bien tu procedencia, o tu identidad sexual o incluso el partido político al que te muestras más afín.
Al final, se trata de una voluntad de diferenciación. Un símbolo es un grito de identidad, una manera de dejar claro que algo te diferencia del resto, o un modo de alejarte de ese otro diferente. De hecho, en ocasiones existen rivalidades inquietantes entre dos personas que ni se conocen por los símbolos que ambos portan. Aunque esto puede ser también unidireccional, ya que, por desgracia, no es necesario llevar símbolos para que te califiquen de algo, pues los estereotipos están muy presentes en nuestra sociedad.
En estos últimos meses, los símbolos han pasado a ser telemáticos (como todo). Hemos vivido una etapa completamente diferente a lo conocido, y, por ende, nos hemos adaptado a ella. Nuestros nombres virtuales se han acompañado de una bandera, un color, o un arcoíris. Nos hemos unido (o no) al movimiento #blacklivesmatters significando esto si estamos a favor o en contra de ello, sin dejar opción a la no opinión.
Y ahora, en esta extraña nueva normalidad, los símbolos han vuelto, pero de otro modo. Aquello que antes era lejano o solo se usaba en una jerga concreta ha entrado en nuestras rutinas para quedarse: Las mascarillas. Si antes hacíamos caso a aquella canción de Las Bistecs que dice “Móvil, cartera, tabaco, llaves” a modo de recordatorio al salir de casa, ahora deberíamos añadir: “mascarilla”. Aunque al principio mucha gente se hacía reacia a ella, ahora cada vez es más común (quizá por su obligatoriedad en muchas de las provincias españolas), y poco a poco los comercios se empapan de mascarillas y se unen a sus ventas. Las grandes empresas ya las han adoptado en su catálogo, y las pequeñas están en ello. Todos a una: la venta de mascarillas se ha vuelto algo más común de lo que nos hubiésemos podido imaginar. Primero, porque las hay de todo tipo: de tela, desechables, desechables pero que duran más tiempo, homologadas, no recomendadas, con filtro, sin filtro…
Pero la cuestión que hoy nos concierne es otra: la mascarilla pasa a formar parte de nuestra identidad. Al igual que, cuando compramos una camiseta, nos queremos ver bien con ella, con la mascarilla pasa lo mismo. Inevitablemente, por tanto, la oferta de mascarillas se ha llenado de opciones a una velocidad casi inexplicable. De repente, y sin que casi nos hayamos podido dar cuenta, la mascarilla es otro distintivo más. “Mi mascarilla es de tela porque me preocupa el medio ambiente”, “Mi mascarilla tiene una bandera de españa porque soy español, o más español que tú” y mil ejemplos más que seguro que se te ocurren al leer esto. Y es que es un hecho: ya forma parte de la nueva simbología. Encontramos mascarillas con banderas, mascarillas con frases, símbolos, citas, lemas… Ahora la apariencia y el símbolo tienen cabida en un lugar imposible de pasar por alto: nuestras caras. Ese distintivo pasa de lugares algo menos obvios (bolsos, muñecas, ordenadores…) a un punto imposible de pasar por alto.
Tampoco faltan, desde luego, aquellas mascarillas propagandísticas, ni aquellas obligatorias que forman parte del uniforme empresarial. Es decir, las mascarillas han pasado de ser inexistentes en nuestro imaginario (con obvias excepciones), a formar parte de nuestra identidad, y de la imagen que damos de nosotras mismas a los y las demás.
Por tanto, y a modo de síntesis, es obvio que la simbología es algo recurrente e incluso importante para que, dentro de la individualidad del sistema, nos sintamos parte de grupos algo más pequeños. El sentimiento de comunidad y aprobación por parte “del otro” del que hablábamos al inicio es algo que no se cuestiona y que, simplemente, nos hace humanos. Pero quizá deberíamos intentar que querer formar parte de estos grupos no nos meta en pugnas innecesarias, quizá no todo es la simbología que haya en una tela, o en una chapa, sino que la mejor distinción sea la argumentada.