La casa por el tejado: visita al Museo Casa Natal de Miguel de Cervantes

Fuente: Propia

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Querido diario, 

Hoy me he despertado en la casa en la que nací, o, al menos, en una similar. Pero había gentes extrañas. Muchas. Invadían todos los espacios en los que, cuando apenas tenía yo tres años, estuve. Pasaron por esas cámaras con artefactos extraños, como embobados, con unas ropas desastrosas y de unos colores nunca vistos. Mi nombre estaba por todas partes. Era mi casa, pero no era mi casa. Lo único original que atiné a encontrar fue un trozo de pared del que fue el estudio de mi padre y el agujero del pozo. Todo lo demás era caos. 

Me desperté en la que fue mi cuna (qué mal dormí, por Dios). Y, nada más abrir los ojos, un señor vino gritando que no podía tocar eso. Yo le dije que quién era, y, por diez, casi tuve que sacar la espada. Entonces decidí explorar aquellos espacios, y hablar con aquellas personas que paseaban. Por lo visto, la casa ahora solo se puede ver de un modo: de abajo arriba, y de izquierda a derecha en la planta de abajo y a la inversa en la de arriba. Eso me dispuse a hacer. Pero cuando iba a hacerlo, vi que el techo era de un material transparente, que se veía el cielo, pero no al natural. ¿Qué le pasaba al tejado de mi casa? Entonces una voz lejana dijo algo como “tío, tira pa’lante que hay más gente”. Yo no entendí, pero parecía enfadado, y me dispuse a entrar a la botica de mi padre Rodrigo. Nada estaba en su sitio, no eran sus cosas, y, definitivamente, no era mi casa. Quise salir por donde había entrado, pero el mismo señor del inicio me indicó que tenía que seguir las flechas del suelo. ¿Las flechas del suelo? Sí, las rojas. Al entrar al comedor me entraron los mil demonios. Yo llevaba sin comer, ¿qué sé yo? Cuatro siglos por lo menos. Quise comer esa apetecible fruta que había en la mesa, pero no pude. Al masticarlo, además de estar como podrido, no se mordía, no pasaba nada. Intenté entrar a la cocina, que tiene un acceso desde allí, pero una cuerda me lo impedía. La salté, claro. Y de nuevo, al que llamaremos Sancho por sus formas, me invitó vulgarmente a salir. 

Sancho y yo iniciamos una disputa como las de siempre, entre gritos. Cuando saqué mi espada me pareció perplejo. Empezó a gritar ayuda y socorro, el muy cobarde. De repente había más personas de las que podía contar sobre mí. Tuvieron el valor de echarme, a mí, de mi casa. Desde fuera, todo era aún más confuso. Había una placa gigante que ponía “Casa de Cervantes”. Entonces, ¿por qué había gente dentro? Además, había cosas clavadas por todas partes, parecía una pesadilla, pero era demasiado real. Estaba en Alcalá de Henares, mi tierra natal. Un pueblo del que sí me acuerdo. Pero no había nada de lo que mi recuerdo podía abarcar. Estaba en una calle que se llamaba Calle Mayor. Podría haber ido a la iglesia en la que me bauticé, Santa María la Mayor, con los ojos cerrados. Pero algo llamó la atención. En una lengua extraña, y con un lenguaje de lo más grotesco, se contaba mi vida, mi nacimiento y mi bautismo en una especie de monolito, pero rojo. 

Volví a entrar, y, esta vez, pregunté: “vuestra merced, ¿me puede decir dónde estoy?” Ella me informó que era la casa natal de Miguel de Cervantes, autor del Quijote, y que yo, casualmente, me daba un aire a él. Le pedí que me contase más, y creo que vió en mis ojos la sorpresa ante todo lo que me contaba. Era una recreación de cómo se vivía en el siglo XVI y XVII. ¿En qué siglo estoy? Aventuré a preguntar. Entre risas, me contestó, “¿En cuál vas a estar?” en el XXI. Esa amable mujer me acompañó por esas estancias en las que yo, de pequeño, había crecido. Subimos a las estancias de arriba y me introdujo en lo que llamó “exposición temporal” acerca del papel del actor en los siglos XVI y XVII. No había nada que no supiese. Pero seguía sin entender qué hacía allí toda esa gente. Por lo visto, yo no estaba en mi siglo, y, por lo visto, yo era famoso también en el futuro. 

Mercedes (o Dulcinea, como yo prefiero llamarla) me explicó toda la historia de esos actores, sus peripecias, que a veces no les pagaban y me enseñó sus ropajes. De nuevo, vio que mi ropa era similar a esa que estaba en lo que fue mi casa. También me contó que esas estancias no pertenecían a la casa original, sino que eran un añadido para poder contar más cosas. Por lo que Dulcinea sabía, el ¿ayuntamiento? de Madrid (que, por cierto, ya no era una villa) había comprado todo ese bloque, no solo la casa, sino también la adyacente, para poder juntar algunas estancias y añadir algunas oficinas. Por lo visto, no tenían por seguro que fuese mi casa, pero habían descubierto gracias a unos archivos que “Los Cervantes” habían vivido por esa calle. Además, mi partida de nacimiento les había dejado claro que yo era de Alcalá. ¿Y de dónde voy a ser sino?, vaya tontería. 

Pasamos entonces a las habitaciones. Había un baño. Mercedes me contó que antes no había “baños” sino que eso se hacía en los establos. Lo habían puesto por más poner, dijo, y después se rió. Entramos a la habitación de mis hermanas y me contó muy poco de allí, aunque sí me dijo que ahora sería diferente, que los tiempos harían que mujeres y hombres estuviesen al mismo nivel. Repliqué, pero vi una cara de enfado que me hizo retroceder. Cuando una dama se enfada… 

Me dijo que la visita estaba acabando. Entramos a la estancia de mi madre. Mi madre, ¿también entraban a su habitación? Allí estaba su cama y mi cuna. Yo dormía con ella cuando mi padre no decidía poner un pañuelo blanco en el pomo. “Entonces era diferente”. Me explicó, aunque le dije que ya lo sabía, que hombre y mujer dormían en estancias separadas. Y fuimos a la habitación de mi padre. Qué grande era, siempre la envidié. Allí tenía muchos de sus archivos, aunque casi todo lo importante de su oficio, cirujano, estaba en la botica, abajo. Ya solo quedaba una cosa por ver. Pero era una estancia extrañísima. Había escenas de mis novelas, pero eran marionetas. Era bonito, creo. Al menos eso decían los visitantes. Salía música del suelo, y me asustó. ¿Dónde tendrían a los músicos?

Miguel de Cervantes Saavedra.