El pasado 18 de febrero el rover estadounidense Perseverance logró aterrizar con éxito en suelo marciano, tras los famosos siete minutos de terror de reentrada. Este acontecimiento es el momento idóneo para plantear un debate que, a pesar de que no tenga consecuencias hasta dentro de varias décadas, es vital que se realice ahora. Por una vez, el búho de Minerva debe alzar el vuelo mucho antes del anochecer.
Durante los próximos años, la actividad humana en entornos alejados de la Tierra se verá reforzada. NASA planea para esta década llevar de vuelta a la humanidad a la Luna y comenzar la construcción de una estación allí; lo mismo sucede con China y algunos otros agentes del sector espacial mundial. Este febrero de 2021, tres misiones de tres Estados distintos se encuentran en el planeta rojo. Llegado el momento, es normal plantear entonces la llegada del ser humano a otros planetas, como Marte, y en un futuro no tan próximo la posibilidad de asentamientos poblados lejos de nuestra casa, parafraseando a E.T. El debate que debe plantearse, por tanto, es el siguiente: ¿es moral que esto ocurra? ¿Tenemos derecho a hacerlo? Son estas preguntas las que trataré de abordar en este artículo.
En primer lugar, es necesario plantear la cuestión de forma escrupulosa, neutral. Se deben evitar sustantivos tales como colonización: utilizar tales términos ya es segar su respuesta. La pregunta no debe orbitar en torno a si existe el derecho a colonizar otros planetas, sino simplemente si se puede legitimar la actividad humana fuera de la Tierra.
Desgraciadamente, planteado en estos términos, la respuesta ya llega tarde: la carrera espacial comenzó hace ya más de 40 años. Sin embargo, a pesar de que sea difícil en ocasiones, por falta de capacidad de comunicación de la Ciencia, no creo que nadie pueda atreverse factualmente a negar el beneficio mundial que la exploración espacial ha traído a la vida en superficie. De la misma forma, también creo imposible detener dicha actividad: acabar con la presencia humana fuera de la atmósfera terrestre supondría una vuelta a contextos tecnológicos propios del siglo XIX, con todas sus consecuencias.
Por tanto, la pregunta debe ser replanteada: ¿puede continuar la actividad espacial más allá de las actuales fronteras técnicas establecidas? No existe otra respuesta que la del deber hacerse. La Ciencia en general, y en concreto la exploración espacial, son inherentemente expansivas, progresivas/progresistas, pues se fundamentan en un avance continuo, basado en los éxitos y fracasos anteriores, de las fronteras técnicas que limitan al ser humano. Un pensamiento conservador, limitante, que ancle a la humanidad a la Tierra, es por tanto incompatible con una disciplina del conocimiento que tiende a abarcarlo todo por naturaleza. El debate no es por tanto ontológico (existe la posibilidad de hacerlo) sino moral y ético (en qué términos se hará, pues es inevitable que se haga).
Para abordarlo, se deben contemplar dos perspectivas. Por un lado, la del sujeto agente, la humanidad, en su acción de expansión, y, por otra parte, la de los sujetos pacientes, que a este punto no solo designan otros potenciales sujetos agentes (otras formas de vida) sino también simplemente a nuevos entornos (como planetas o asteroides).
Es inútil plantear la cuestión solamente en términos científicos, pues cualquier actividad humana está sujeta a consideraciones y consecuencias éticas, estéticas, políticas y económicas. No puede hablarse por tanto de la llegada a Marte por fines puramente científicos: la realidad es que esos objetivos neutrales desencadenarán desarrollos con fines muy diversos. De nuevo, no puede asumirse un escenario en el que la humanidad viaje a otros planetas solamente para admirarlos, porque esa acción se sustenta sobre un conjunto de decisiones cuyas consecuencias si son económicas o políticas. Este argumento se postula en contra de toda una comunidad científica que aparta la mirada ante la responsabilidad de sus actos, fascinada por los descubrimientos de sus telescopios pero que se olvida de aquellos quienes extrajeron el coltán que los hace funcionar. No obstante, como bien se argumenta, la exploración espacial no es sino un objetivo intrínsecamente de especie: es incompatible con sistemas de operación que distingan entre humanos. Por tanto, a pesar de que existan intereses no neutrales en torno a la llegada del ser humano a otros planetas, no tienen por qué ser intrínsecamente reprochables.
Si técnicamente se puede hacer y puede reportar beneficios como especie, independientemente de su naturaleza, ¿por qué no hacerlo? La verdadera barrera reside en la existencia o no de legitimidad para interactuar con elementos externos al entorno natural de la humanidad: si existiese vida en Marte, ¿pertenece Marte a los marcianos? Si no existe vida, ¿es el propio Marte un sujeto moral?
Abordemos primero la segunda pregunta. La formulación anterior es tramposa porque presupone a Marte como un sujeto nuevo, aún no conocido por la humanidad. Pero, ¿no es acaso equivalente a la Tierra, como entidad con capacidad para albergar vida? ¿Es la Tierra, como planeta, sujeto moral? Mi respuesta es que no, puesto que no es doliente: no siente dolor o placer en su realidad como planeta. Esto no implica que cualquier acción sobre una roca sea moral, pues puede responder a cuestiones estéticas o económicas. Sin embargo, dicha consideración no se realiza para con la roca, sino para con otro ser humano, debido a que este ha asignado un valor a la roca dentro de su sistema de operación con la realidad. Destruir un paraje en Marte por establecer una civilización allí, podría ser, por tanto, amoral, pero esta cuestión ya ha sido tratada extensamente aquí en la Tierra y no ahondaremos en ella.
El verdadero debate radica en la existencia de vida en otros planetas, y en consecuencia, si de existir el ser humano tendría el derecho a contactarla o llegar hasta ella. Asumamos, primero, que cualquier interacción humana estará libre de contaminación. Este es el principal argumento en contra de la exploración de otros astros; a saber, que el riesgo de destruir la vida de otro planeta a través de un patógeno traído de la Tierra es demasiado alto para asumirse. En primer lugar, cualquier agente espacial posee en 2021 protocolos de actuación que aseguran que esto no suceda; las probabilidades de que ocurra son probablemente mucho menores que el establecimiento de poblaciones humanas interplanetarias. Por otro lado, presupone la existencia de vida extraterrestre a priori. Si la realidad es que la vida que podamos llegar a encontrar será casi con total seguridad microbiana, aventuro que será muy complicado llegar a descubrirla o determinarla a través de telescopios (obviando la posibilidad de encontrar biomarcadores, que son condición necesaria pero no suficiente para demostrarla). Por tanto, será probablemente necesaria cierta interacción con el entorno para poder llegar a descubrir nuevos sujetos pacientes/agentes. Es esta la tarea del rover Perseverance, que proporciona un medio adecuado (muy cercano a índices de contaminación nulos) para dicha exploración inicial. En términos epistemológicos, podría afirmarse que dicha forma de vida solo existe a partir del momento en el que la Ciencia la cataloga: que su existencia permanece en potencia hasta que un ser humano la determina. Este planteamiento del mundo de nuevo vuelve a ser cotidiano en las aulas de Ontología y queda lejos del objetivo de este artículo.
Asumamos pues la existencia probada de vida en un planeta o astro al que la humanidad, en condiciones de especie, tiene capacidad técnica de alcanzar. ¿Debería hacerse? El debate es de nuevo tramposo en su formulación. La existencia probada de vida se asume como antropomorfa y por tanto la pregunta se reformula automáticamente como imperialista, asumiendo 1) que la vida es inteligente, 2) que la vida es menos desarrollada que la humana 3) que la vida comparte esquemas morales similares y la dignidad humana puede extenderse a ella. La verdadera raíz de la discusión es, efectivamente, el concepto de vida. Asumimos aquí que vida es todo aquello compuesto por química orgánica y que opera con su entorno con el objetivo de seguir operando con el mismo. De esta forma, un virus sería catalogado como vida, y unidades aún menores (simples cadenas proteicas) también podrían serlo. En estos términos, el debate es resoluble acudiendo formalmente a la experiencia humana en la Tierra: no existiría diferencia entre la vida marciana y la vida terrestre, si ambas responden ante una misma categoría. Avanzar más no tiene en realidad demasiado sentido. La cuestión del derecho de propiedad de los marcianos sobre Marte y de nuestro derecho como sujetos agentes sobre ellos es puramente antropocéntrica. Por barrer hacia casa, podría tratarse la cuestión iusnaturalista del asunto, hablarse del debate de de las Casas y Sepúlveda, las Leyes de Indias y las colonias inglesas, pero de nuevo se presupone un interlocutor consciente en el sentido humano, lo cual es altamente improbable. La única forma de proponer una solución definitiva es reasignar un valor intrínseco a la vida, del que emanen las consideraciones morales pertinentes. Además, también debe formularse si existen formas de vida más valiosas que otras o si las bacterias son iguales a los elefantes y a los humanos. Esta cuestión si puede abordarse de forma puramente científica sobre principios objetivos y absolutos. De nuevo, abogo por que la comunidad científica dé el primer paso, antes de que sean otros intereses los que establezcan dicho esquema moral.