Por Rocío Ranz
El cuerpo es únicamente un recordatorio de que hemos sido obligados a la materialidad. Existimos para que un espectador externo, un otro, nos mire, nos analice, nos considere. Esa percepción ajena es el primer acto de violencia contra nuestros cuerpos. Nos observan: nos observamos. En la medida en que existimos estamos asistiendo a nuestro propio juicio. Un juicio que se excede en crueldad ante los cuerpos gordos.
Pero lo primero es lo primero. Ser gordo. Aceptar que lo eres. Llamarte a ti mismo gordo. Normalizarlo. Imposible. Un ejercicio unilateral de tal alcance no funciona en una sociedad que posee estructuras que llegan a criminalizar a las personas con sobrepeso. ¿Por qué un físico tan compartido crea tanto rechazo?
La cuestión principal es, evidentemente, estética. Una persona gorda se relaciona directamente con lo feo, lo no atractivo, lo indeseable. En el caso de las mujeres, existimos en un plano físico que nos obliga a ser sexualizadas. Cualquier hombre que nos mire, porque estamos sujetas a ser musas, observadas desde lejos con lascivia, evaluará el culo, las tetas, las caderas. Es por eso que ser gorda prácticamente te anula como persona. Si no eres un sujeto deseable no puedes ser nada. (Ante esta perspectiva se acuñó también el humillante término “gordibuena”: mujer con grasa en las partes correctas que me la puede llegar a poner dura, aunque me reiré de habérmela follado con mis amigos. La personificación de un guilty pleasure básicamente).
Además, se añade la cuestión de salud. Porque, por supuesto, ante un cuerpo gordo todo el mundo es médico. Creo que no es necesario explicar este apartado, pues suficiente activismo hacen muchas personas en Twitter e Instagram. A esta noción se le añade un valor moral importante. La persona gorda es aquella incapaz de cuidarse, que no consigue decir “no”, que no se pone un límite. La unión de ambas resulta intolerable.
Ello deriva en la odiosa mirada del otro. Un otro (normativo, delgado, habitual) que nunca te va a mirar como a un igual. Parece que siempre existe una emoción detrás. La pena, la aversión, incluso la necesidad de reconocimiento por mirar más allá de un físico—he de decir que os tengo calados—. Es entonces cuando ser gordo significa potencialidad.
Tu cuerpo ya no es tuyo, porque se te ha arrebatado la posesión de él. Ya sea porque se te ha juzgado como incapaz de gestionarlo, irresponsable o indigno, tu cuerpo ya no te pertenece. El dominio pasa a tenerlo otro, alguien que te mira como si tu cuerpo fuera algo “transformable”, “mutable”, “reversible”. Existes, pero eres proyecto todavía. A diferencia de los fetos, sobre los cuales no se puede asumir nada porque aún no han nacido (y deberán crecer, cambiar, transformar…), sobre ti sí puede pensarse a futuro. Eres gordo ahora, ¿y si te esfuerzas? ¿Y si cambias? ¿Qué pasará? ¿Quién serás?
«En la medida en que existimos estamos asistiendo a nuestro propio juicio»
Por todo ello, es imposible que una persona con sobrepeso llegue a aceptarse. Asumes que ese otro que te mira desde fuera es un espejo y empiezas a mirarte de la misma manera a ti mismo. Si me acepto y me quiero tal como soy me estoy conformando. Si me gusta lo que veo cuando me miro al espejo, me estoy engañando. Esa idea es retratada de forma magistral en la serie de culto de cualquier niña que haya sido gorda durante su adolescencia: My Mad Fat Diary. En ella, Rae, la protagonista, explica que no quiere que la vean comer. Cuenta que, si se come una hamburguesa, la gente la mirará y pensará: “por supuesto, así ha llegado a estar como está”. Si, en cambio, pide una ensalada, nadie podrá evitar un suspiro: “pobre chica gorda que intenta adelgazar”. Rae, como tantas otras personas no normativas, ha asumido para sí misma la mirada agresora de un otro tan cruel que te juzga por existir.
Hace unos pocos años, surgió en Internet el movimiento Body Positive. Para muchas personas, ha supuesto una tabla de salvación. Proponer que cualquier persona puede aceptarse tal y como es y exponerse en las redes sociales sin miedo es liberador cuanto menos. Es innegable que resulta alentador ver cuerpos diferentes, aunque los comentarios estén plagados de felicitaciones del estilo de: “¡eres muy valiente”, “¡ojalá tener tu autoestima!”.
Aparte de lo problemática que resulta esta exposición, debido a la recepción que otros presentan y la reacción directa que ello puede generar, este planteamiento exhibe un inconveniente central. Este movimiento posiciona al individuo como centro. De repente, tras haber socializado todos los años bajo una dinámica contraria, eres espejo, juez y animador de ti mismo. Si no te aceptas, si no te quieres, si no te celebras, si no te compartes… es problema tuyo. Así es como se deja de lado cualquier estructura demoledora, ignorando la realidad sistemática de la que veníamos hablando.
Hace algunos años, yo también me uní a la causa. Posteé en Instagram una foto y escribí que la compartía por mí y para mí. En aquel momento yo lo sentí un acto de liberación, y qué dulce me pareció. Abrazaba la palabra gorda y, encima, ¡la gente me felicitaba! Pero, por supuesto, la sensación fue efímera, porque cualquier acto de aceptación individual resulta vulnerable y precario. Yo seguía siendo gorda y el hecho de haberme definido como tal no había cambiado mi realidad material, ni tampoco la mirada del otro. ¿Por qué tengo que ser yo la responsable de quererme? ¿Quién ha ideado esta broma injusta que me pone a mí en el ojo del huracán?
No existe autonomía del cuerpo en esta sociedad. No puedo alejarme de que mi materialidad es intrínsecamente social y, por tanto, no puedo existir unilateralmente. Mi cuerpo es mío porque yo poseo la autoridad, pero no poseo su potencialidad, no del todo, nunca lo haré.
Este movimiento se revela a sí mismo como otra campaña vacía, un generador falso de aceptación que no llega a calar del todo a una mayoría de la población que sigue siendo rechazada. ¿Qué nos queda, entonces? ¿Qué podemos hacer ante todo esto? ¿Qué respuestas se proponen ahora? Yo solo tengo una cosa clara: no quiero forzarme como si esa fuera mi única opción, como si no existiera nada ni nadie detrás que me condicionase. Me niego a tener que quererme.