Lucía López
La industria textil: Menudo titán. No pretendo creerme poeta a base de quiasmos. De menudo no tiene nada, es un pedazo de titán que se alimenta de la capacidad tiene el ser humano de hacer negocio en base a la necesidad. De eso, y de lo maleables que somos para creernos determinados lujos como necesidades.
La industria textil es un huracán incontrolado que arrasa con todo aquello que toca para existir. Como todo producto, la ropa está elaborada a base de materias primas; algunas son naturales y otras sintéticas, algunas son renovables y otras muchas no renovables. Pero todas, de alguna manera, absorben recursos, energía y espacio al planeta. Y lo estamos destrozando.
Por hacer una estimación, la industria textil utiliza al año 93 millones de metros cúbicos de agua, 1,2 billones de toneladas de CO2 y 92 millones de toneladas de residuos y desechos.
Ese agotamiento de recursos no responde a la necesidad de ir vestidas sino al capricho de hacerlo siguiendo unas tendencias. Un fuerte argumento de la lucha por el cambio climático es la superpoblación. Somos demasiadas personas en el planeta para permitir que los recursos se regeneren para satisfacernos a todas, y los agotamos sin dejarlos revivir, provocando que, en algún momento, desaparezcan.
Sin embargo, este no es el problema que la industria textil tiene con el medio ambiente. Si el negocio se redujera a suplir la necesidad de abrigo y protección para todos los que conformamos este mundo, no habría ningún problema. Lo que está terminando con la Tierra es la moda, la tendencia y las necesidades falsas creadas e impuestas.
La industria textil, como negocio y como empresa, nos pone delante de las narices sus productos, nos cuenta sus maravillosas propiedades y aplicaciones, y nos relata todos los usos que podríamos darle. Y nos convence. “Necesito unas botas de nieve estilo Siberia por si Filomena repite el año que viene”.
Además, nos toca fibras muy sensibles como la autoestima y la envidia. Dos veces al año, como mínimo, los mecánicos de este monstruo nos dictan con qué nos vemos más guapas y favorecidas. Entonces empezamos a verlo a nuestro alrededor, la novedad adquiere un valor añadido que resta belleza a lo que antes nos parecía favorecedor. Las personas que portan estas nuevas tendencias tienen un físico (o una vida) que envidiamos y la parte gulosa de nuestro cerebro nos insinúa que, vistiendo como ellas, estaremos un paso más cerca de conseguirlo.
Así la concepción de lo que nos resulta atractivo cambia varias veces al año y renovamos armario, compramos prendas que realmente no necesitamos, y desechamos lo que nos ocupa mucho espacio en nuestro armario. Este ciclo lineal de diseño-fábrica-compra-uso-desecho se llama “Fast fashion” y está acabando con nuestro planeta.
Bajo una perspectiva individualista, no somos conscientes de todo lo que ocurre antes de que una prenda llegue a nuestras manos, y mucho menos, de los millones de veces que ocurre ese proceso. O al menos eso pasaba antes, cuando no se investigaba a las multinacionales, incluso cuando no era obligatorio incluir cierta información en las etiquetas. Ahora, somos plenamente conscientes de las consecuencias que nuestras compras innecesarias tienen en el medioambiente (y en la vida de las personas que las fabrican). Ahora no somos personas sin información sino unas egoístas que anteponen la superficialidad y el aspecto físico a la salud de millones de personas y el futuro del planeta.
El ser humano tiene una capacidad asombrosa de hacer oídos sordos a lo que no le interesa. ¿Acaso hay alguien, de verdad, a día de hoy, que no sepa que la ropa de H&M, GAP, Inditex (y muchas más) se hace a base de la explotación de trabajadores en Asia y África? ¿No tenemos al alcance de nuestra mano informes que nos dicen que los modos de producción son incompatibles con el medioambiente y que debemos cambiarlos? Pero no nos interesa, porque no sufrimos en primera mano las consecuencias de ese sistema de producción.
No son nuestros ríos, sino los de Bangladesh y los de India, los que están repletos de compuestos químicos desechados en el tintado de las prendas. Un 20% de la contaminación del agua industrial procede de la industria textil. Pero como nuestro agua es potable y nuestros gobiernos imponen sanciones sobre vertidos químicos, no nos sentimos responsables de que los de otros países no lo hagan. El río Citarum, el más contaminado del mundo, atraviesa 200 fábricas textiles que vierten sus desechos y químicos, cambiando su color y contribuyendo a su basura.
Tampoco son nuestros lagos los que se secan. Un 4% de la extracción de agua dulce anual es fruto de la industria textil y cada pantalón vaquero requiere 7000 litros de agua para producirse, lo que es equivalente a lo que una persona bebe durante siete años. Y, a pesar de ello, no podemos resistirnos a esos nuevos vaqueros que son casi idénticos a los que ya tenemos porque “los necesitamos”.
Alrededor de 500.000 microfibras de plástico acaban en los mares, ríos y océanos cada año debido a la industria textil, lo que equivale a 50 billones de botellas de plástico. Ese agua es absorbida por el suelo, y trasladada a los alimentos, asimilada por los animales marinos y no marinos de los que nos alimentamos, incluso se impregna en nuestra propia piel al bañarnos.
Al final, lo más curioso de nuestro planeta y de la naturaleza es que nos devolverá todo aquello que le hagamos. Puede parecer una venganza, pero no es más que una enseñanza. A la vista está que somos capaces de hacer la vista gorda ante las injusticias que dañan a los demás, incluso cuando somos nosotras mismas quienes las generamos. Tal vez, si sentimos el efecto en nuestra propia piel, hagamos algo por mejorarlo.
El algodón, una de las fibras textiles más utilizadas, es el responsable del uso de 200.000 toneladas de pesticidas y 8 millones de toneladas de fertilizantes anuales. Además utiliza una ingente cantidad de agua que se corresponde con un curioso dato: los principales países productores de algodón, como China, India, Pakistán y Turquía, están en riesgo de sequía y con problemas de abastecimiento de agua.
Y el poliéster, la fibra más utilizada, está hecha a base de petróleo. La emisión de CO2 por poliéster es la equivalente a 180 centrales eléctricas de carbón y el conjunto de la industria textil genera el 2% de las emisiones de CO2. Pero, de nuevo, no es nuestro aire más inmediato el que se contamina de esta manera. De hecho, la industria textil es más responsable de emisiones contaminantes que otras como la del transporte.
Y sin olvidarnos de que parte de las materias primas utilizadas para fabricar ropa y calzado están fabricadas a costa de la muerte y explotación de animales: seda, cuero, lana, plumas… Su mantenimiento ya genera un gasto de agua y tierra fértil, pero, además, genera una contaminación que ya los defensores de la dieta vegetariana han denunciado en muchas ocasiones.
Esto es solo una pequeña parte de lo que se genera fabricando la ropa. Falta transportarla, venderla y, como no, tirarla. Más del 70% de los tejidos europeos se generan en Asia (África está ganando terreno poco a poco) y deben ser transportados con su correspondiente gasto de combustible, plástico y emisiones contaminantes.
Una vez en los países donde van a venderse llegan a nuestras manos por un precio que no atiende a lo que le cuesta al planeta sino al director de la multinacional. ¿Y qué hacemos con esa prenda que le ha costado tanto al planeta? Usarla un par de temporadas y tirarla.
La falta de reciclabilidad de las prendas es otro de los grandes problemas de la industria textil (menos del 2% se recicla). En primer lugar, gran parte de los materiales que se utilizan para las fibras no son reciclables; otros, como el poliéster, sí lo son. Sin embargo, el proceso de reciclaje, sea del material que sea, resulta imposible si la fibra está compuesta por varios materiales impregnados y homogeneizados de manera que resulta imposible separarlos para darles una segunda vida.
De modo que a este ciclo de gasto ambiental que ha provocado nuestro capricho de la temporada, debemos sumarle, además del que generará el siguiente capricho, y el siguiente, y el siguiente, la cantidad residual que supone todo lo que desechamos y que, como no se puede reciclar, se quema en su mayoría.
Ante esto el mercado de segunda mano acude, tratando de apagar un incendio con una pistola de agua. Ante la imposibilidad de reciclar las prendas, la reventa y el segundo uso se convierte en una de las mejores alternativas.
La ropa de segunda mano es una de las armas más poderosas de la llamada “economía circular”. Es un modelo de producción, consumo que evita al máximo los desechos, desperdicios y contaminantes. Consiste en transformar el sistema lineal de la “Fast fashion” (inconsciente, abaratador y antimoral) en un círculo donde la preocupación principal sea el cuidado: el del medioambiente y el de las personas.
La economía circular concibe un cambio en la forma de diseñar. Planea crear la prenda desde el primer momento ideándola para que sobreviva muchas vidas. Esto implica que los materiales han de ser de mejor calidad que los que estamos acostumbrados (y que permiten esos ridículos precios) y, a ser posible, de un origen ecológico. Así surgen alternativas como el poliéster y el algodón orgánico y, más vanguardista, el Bemberg y el Piñatex, fibras creadas a partir de diseños de piñas y semillas de algodón.
Pero, además del diseño, es necesaria una cuarta revolución industrial que nos lleve hacia la digitalización y que reduzca la cantidad de material que se desecha en la confección. Perfeccionar la técnica de modo que no sobre, por error o por cortar de más, ni un metro de tela, ni un hilo, ni nada que necesite ser desechado. A la hora de confeccionarlo, la economía circular defiende el cuidado y la dignidad de quienes trabajan el producto. Pretende generar un clima de seguridad y un salario digno para quienes intervienen en el proceso.
En consecuencia, la moda circular es una moda más cara para nuestro bolsillo, pero más barata para el planeta y las desigualdades sociales. El gran argumento de la población que no se suma a la moda consciente suele ser el precio. Sin embargo, el problema no es que una persona no pueda permitirse gastarse 80 euros en un vestido, sino que, en su mente, sigue pensando que necesitará otro la temporada que viene.
Lo más importante para vencer a este titán es el clima de concienciación. Es necesario que tanto empresas, como consumidores y organismos oficiales consideren este problema como la gran amenaza que es. De nada sirve que dos de esos tres elementos luchen, si el tercero no colabora.
De modo que, cuando se nos preste a los ojos la oportunidad de invertir en moda sostenible y respetuosa con las personas y con el medio ambiente, valiente aquel que elija ignorar la explotación que su compra supone en pos de su apariencia física.