Propiedad intelectual, Taylor Swift y la alienación de la mercancía

Fuente: Jenniffer Pincay

Adhik Arrilucea

Este mismo mes, Taylor Swift publicó la regrabación de su álbum, Fearless. Todavía muchas personas no entienden por qué la cantante ha decidido producir de nuevo sus seis primeros discos, y quizás más de uno también se ha olvidado de las múltiples trifulcas que ha protagonizado con respecto a las plataformas como Apple Music o Spotify. La realidad es que esto se enmarca dentro de una defensa de la propiedad del trabajo propio, razón por la cual, este 26 de abril, Día Mundial de la Propiedad Intelectual, merece la pena repasar.

Las primeras polémicas comenzaron en 2014 con Spotify. En octubre, Swift había lanzado 1989, su álbum más popular hasta la fecha. Sin embargo, en la plataforma de streaming brillaba por su ausencia. Un mes más tarde, la cantante retiró toda su música de Spotify. Aunque de primeras pueda parecer una pataleta de niña rica, la razón principal que explicó a Yahoo fue que la empresa no pagaba equitativamente a los artistas.

La controversia volvió en 2015, cuando Apple Music anunció que ofertaría pruebas gratuitas de tres meses. La cantante respondió con una carta abierta (ahora eliminada) en su perfil de Tumblr. El problema era el mismo. En la versión gratis de Spotify, al igual que durante los meses de prueba de Apple Music, los artistas no cobrarían sus derechos de autor por los streams.

Un año más tarde, cargaría contra YouTube, pero esta vez no estaría sola. Más de 180 artistas (entre otros, Lady Gaga, U2, Maroon 5 o Britney Spears) firmaron una petición para que la página se hiciese responsable de las violaciones de copyrightque tenían lugar en la web. Algo que muchas personas malinterpretaron en redes sociales, pensando que Taylor Swift estaba detrás de una nueva conspiración para convertir YouTube en una plataforma de pago. Y aunque ahora existe su versión Premium, en realidad la página ya ofrecía este servicio desde 2014, con el nombre de “YouTube Red”.

El último escándalo es quizás el más emocionante, y también el que más empatía ha generado: la regrabación de sus seis primeros discos. Con 15 años, Swift firmó un contrato discográfico con Big Machine Records, donde grabó sus primeros seis álbumes. Se fue de la discográfica para tener más control sobre su música, pero terminó en buenos términos con el dueño, Scott Borchetta, que tenía intención de vender la discográfica.

La crisis comienza cuando Borchetta decidió vendérsela a Scooter Braun, uno de los principales bullies de Taylor durante su pelea con Kanye West en 2016, que terminó por hundirla. La artista, negándose por completo a que su acosador se lucre de su trabajo, ha decidido regrabar las canciones cuyos derechos de autor pertenecen a Braun. Con estas regrabaciones, Taylor Swift se convertirá finalmente en dueña de toda su música.

Todas las polémicas tienen como leitmotiv la misma proclama: que el autor sea dueño de su trabajo. El problema es que a menudo se pone el foco en el consumidor, como si fuera el responsable directo de las condiciones de trabajo de los artistas. Y como cualquier análisis que se hace desde la acción individual, acaba siendo incompleto.

En concreto, parece que la piratería es la caja de pandora de la cultura. Todos los males se deben a particulares que no pagan por aquello que consumen; que no pagan el Spotify Premium o que se descargan los libros en PDF. ¿Pero cómo funcionan los derechos de autor en España?

Según la Ley de Propiedad Intelectual de 1996, el autor cobra un porcentaje del dinero recaudado por la venta de los ejemplares. Este porcentaje se llama regalía (del inglés, royalties), y suele oscilar entre el 7% y el 12%. ¿El resto del dinero? Se lo reparten equitativamente entre la editorial, la distribuidora y las librerías.

No solamente es el autor el que menos cobra, algo que podría entenderse si pensamos en la cantidad de gente que se necesita para editar, distribuir y vender los libros, sino que también cede los derechos a la editorial. El escritor deja de ser dueño del mundo que ha creado y queda a merced de los intereses económicos de la empresa.

Marx le puso un nombre a esto: alienación de la mercancía, y sucede en todas las escalas del trabajo, incluido el asalariado. Los objetos que fabrican los obreros no pertenecen a estos obreros, sino al empresario que posee los medios para elaborar dichos objetos. Con la fabricación en serie, teniendo a una multitud de trabajadores y máquinas en la elaboración de cada objeto, esta alienación parece haberse distorsionado, pero se sigue viendo con claridad en el caso del arte.

Taylor Swift es demasiado rica para decirlo (y para tan siquiera pensarlo), pero la empresa, según Marx, será siempre enemiga del autor, en todas sus formas. Es la fábrica, la editorial o la discográfica la que explota las creaciones de sus trabajadores, porque son sus dueños quienes poseen los medios para crear, y también para ganar dinero. ¿Por qué responsabilizar a la piratería del malestar de la cultura? ¿Acaso no puede estar, de algún modo, salvándola?

En un marco teórico, no hay, en principio, reprochabilidad posible contra robar en multinacionales contaminantes y explotadoras como Zara. Al fin y al cabo, según lo comentado, robar ropa en Zara no perjudicaría a los niños y niñas que la han cosido en Bangladesh por un euro al día. Pero los artistas no cobran por día ni por mes, sino por venta. Un libro robado es un libro que el autor no cobra. Entonces, ¿quién es más enemigo? ¿El pirata o el empresario?

Ante la duda, siempre el empresario. La piratería por sí misma no tiene nada de revolucionario, ni tiene sentido que pensemos en quienes la practican como héroes. Pero es el empresario quien decide cuánto se paga a cada uno, y en ese reparto, siempre sale ganando la empresa, a expensas de sus trabajadores.

El valor de Taylor Swift reside aquí. Ella no pide que Spotify o Apple Music cobren más a sus suscriptores. El capital que acumulan con las tarifas y la publicidad es más que suficiente para garantizar un reparto justo de las ganancias, incluso por aquellos usuarios que utilizan la versión gratis.

La verdadera pregunta, entonces, no es si la piratería o la empresa son el mayor enemigo del autor y la cultura, sino más bien, ¿acaso no es la empresa la mayor expresión de piratería?