Es terriblemente interesante observar cómo un proceso de evolución biológica ha adaptado nuestro cerebro para asumir como normal caminar sobre suelo firme. Se trata de un proceso físicamente muy complejo, pero que todo el mundo asume como lógico, como natural. Lo mismo sucede con tumbarse en la cama o en el sofá: salvo que uno vuelva de fiesta con un par de copas de más, el cerebelo nos hará creer que dormir en semejante posición es agradable y cómodo.
Me reservo otro día para tratar cómo los sistemas biológicos adaptan y asumen como estructuras operativas internas conceptos tan abstractos como sistemas de referencia, velocidades y temperaturas. Hoy, sin embargo, da comienzo una serie corta de artículos que quisiera dedicar a (permítaseme el clickbait) una prueba bastante sólida de la existencia de Dios: la Ley de la Gravitación Universal.
La naturaleza hecha Ley
La gravedad es otro de esos fenómenos físicos a los que los seres humanos estamos perfectamente adaptados (en realidad, el proceso es a la inversa: la gravedad condiciona el proceso evolutivo y por tanto sus frutos, como la especie humana). La caída de los objetos hacia el suelo, la adrenalina de las montañas rusas, los viajes espaciales, el Sol, todo es consecuencia de eso que llamamos gravedad.
Un hecho tan natural y cotidiano siempre acaba por ser objeto de estudio de la Física, que se encarga de describir y predecir el comportamiento de la “realidad”. En el caso de la gravedad, este estudio puede trazarse hasta la Grecia clásica, aunque hasta finales del siglo XVII no se logró unificar bajo una misma Ley a tal variedad de fenómenos, desde el movimiento planetario a la caída de las manzanas de un árbol.
Fue precisamente a través de observaciones astronómicas (realizadas notablemente por Tycho Brahe) que Kepler enunció tres principios básicos del movimiento de los planetas del Sistema Solar (que revisaremos cuando analicemos el Problema de los dos cuerpos). Basándose en estas tres Leyes y en el trabajo de su contemporáneo Hooke, Isaac Newton publicó, en sus Philophiae naturalis principia mathematica (1685), la Ley de la Gravitación Universal.
Hay dos notas a realizar acerca del nombre del descubrimiento. La primera es acerca del uso de la palabra Ley: una Ley física, en este contexto, es la traducción a lenguaje matemático de un fenómeno físico, de forma que se pueda estudiar de forma idealizada para comprender sus causas y consecuencias. En realidad, se trata de un modelo matemático que no tiene por qué ser la realidad misma, pero sí debe aproximarla o reproducir con una precisión considerable lo que en ella sucede. La segunda refiere al adjetivo Universal: precisamente, se trata de una expresión matemática que, en el paradigma científico del siglo XVII y hasta el siglo XX, describe la gravedad en todas sus formas y manifestaciones.
Dicha Ley enuncia que la gravedad no es sino la interacción atractiva a distancia, sin contacto, que sufren dos cuerpos entre sí por el mero hecho de poseer masa.
r indica la distancia que existe en línea recta entre esos dos cuerpos; m y m son las masas de los dos cuerpos; G es una constante universal, un número fundamental de la naturaleza que no puede ser deducido de forma lógica de ninguna otra Ley; y el signo menos de la expresión indica que la fuerza es siempre atractiva.
Se trata de una expresión tremendamente sencilla pero capaz de explicar consecuencias inimaginables.
La ley de las estrellas
El hecho de que solo por tener masa, los cuerpos sean capaces de atraer otros literalmente es responsable directo de la existencia del Universo tal y como lo conocemos. Por un lado, el movimiento de la Tierra y de cualquier otro planeta alrededor de una estrella es consecuencia de dicha atracción (y por lo tanto, de la existencia de estaciones, de atmósfera y viento, de la existencia de vida en la Tierra…). El movimiento del Sol en la nuestra galaxia, la Vía Láctea, es consecuencia misma de esa atracción, a niveles mucho mayores; lo mismo para el movimiento de esta última en su cúmulo de galaxias, y así ad infinitum.
En realidad, la existencia misma de objetos macroscópicos es fruto de la gravedad. Las estrellas y galaxias primigenias surgen de nubes de polvo en procesos eternos de aceleración y calentamiento: el polvo, dado que tiene masa, comienza a atraerse a sí mismo, mota a mota, acelerándose en espiral hacia el centro de la nube. Dicha aceleración genera choques entre motas y aumento de la temperatura, que da lugar a la generación de nuevos elementos químicos y bloques sólidos mayores, hasta formar estrellas nuevas sobre las que orbitan planetas como Marte o Júpiter.
La formación y acumulación de estas estructuras macroscópicas, mayores que una mísera mota de polvo, responde a cómo la gravedad atrae a los objetos y con qué magnitud. Si esta fuerza pudiera ser también repulsiva, con total seguridad yo no estaría aquí, y el Universo sería muy distinto al que nos acoge ahora.
¿Por qué son los planetas esféricos?
Que la Ley de la Gravitación Universal dependa solo de la distancia entre los cuerpos atractivos es la razón que explica porqué los planetas tienden a ser esféricos o qué los anillos de Saturno sean circulares. Decimos que la Ley tiene simetría esférica o radial, porque, fijada la distancia entre cuerpos, da igual el ángulo que formen entre sí, que sufrirán la misma fuerza de atracción.
Veámos un ejemplo. Este artículo está escrito desde Madrid, en España, sobre la superficie terrestre. Un lector en Dublín también se encuentra a la misma distancia del centro de la Tierra (si se encuentra sobre suelo firme en la capital irlandesa), pero tiene otras coordenadas geográficas (latitud y longitud distintas a las de Madrid). Sin embargo, la gravedad le atrae con la misma fuerza: ¡pesa lo mismo en Dublín que en Madrid! De no ser así, el planeta mostraría valles y picos muy pronunciados, de zonas de mayor y menor atracción gravitatoria. En el caso de Saturno, los anillos se habrían dividido por alguna parte y acumulado a tramos, allí donde la gravedad les atrajera con más fuerza.
La ordenación de las capas de la Tierra por densidad creciente también responde a esta característica, de forma que nuestro hogar se formó como una cebolla de materiales ordenados de más ligero a más pesado conforme nos acercamos al núcleo. Es por ello que la atmósfera, gaseosa, se encuentra en la capa más externa: es la más ligera.
El principio antrópico, el teorema de Bertrand y G
A pesar de que encontrar la idea de un Dios creador en una fórmula matemática es una epifanía para muchos contradictoria, lo cierto es que en ocasiones es más fácil y coherente de lo que puede parecer. En el caso de la Gravitación Universal, hay dos claros ejemplos de ello.
Por un lado, el valor de la Constante de Cavendish, esa G mayúscula. Como ya hemos hablado, se trata de una constante, una razón de proporcionalidad que no puede ser deducida de ninguna otra magnitud o constante física, es un número fundamental del Universo, la que caracteriza la gravedad. Su valor es ínfimo, y es por tanto la responsable de que los seres humanos no ejerzamos una atracción notable entre nosotros, ni que nos peguemos a la mesa ni a la silla cuando nos sentamos. Solo en caso de distancias muy cortas o de cuerpos muy masivos, el valor de esta constante es superado por el resto de la fórmula y la gravedad se hace presente. La forma en la que se ordenan las galaxias y los planetas, y en realidad, la estructura fundamental de lo que los seres humanos llamamos realidad depende del valor concreto de la constante de Cavendish G. En caso de que fuera diferente, todo lo que nos rodea sería muy distinto. Lo mismo sucede con otras constantes fundamentales, como la carga del electrón, responsable del electromagnetismo, o la velocidad de la luz. La respuesta a por qué estas magnitudes precisamente tienen estos valores pertenece más al mundo de la filosofía que al de la física estricta.
Otra casualidad fundamental en el desarrollo de la vida radica en el exponente que acompaña a la distancia radial r. Es matemáticamente demostrable que solo en el caso de fuerzas radiales (que dependen solo de la distancia entre cuerpos) inversamente proporcionales al cuadrado de la distancia (como la gravedad) pueden producir órbitas cerradas. A pesar de que no hayamos definido aún el concepto de órbita, nos sirve pensar en el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. De no ser por ese 2 en la fórmula, no existirían los años ni las estaciones, con todo lo que ello implica. Es más, el Sistema Solar como lo conocemos no existiría, con planetas girando concéntricamente alrededor del Sol. Otra increíble casualidad.
Este tipo de coincidencias llevó a la formulación del denominado Principio Antrópico: el Universo debe tener unas propiedades que permitan a la vida desarrollarse, porque de otra forma, no existiríamos. No es difícil extraer la idea del diseño inteligente, de Dios, de tal enunciado (con cierta falsa implicación).
El Principio de Equivalencia
La formulación Newtoniana de la gravedad, a pesar de que es la única que se necesita para que el Apolo llegue a la Luna y los rovers estadounidenses a Marte, posee dos problemas físicos fundamentales.
Por un lado, presupone una interacción instantánea entre los cuerpos. Así, si el Sol explotara de repente, los seres humanos lo notaríamos instantáneamente: existiría una transmisión de información a una velocidad infinita. Por otra parte, la “carga”, la magnitud fundamental de la gravedad, la masa de los cuerpos, se corresponde con la inercia de los cuerpos, con su resistencia a moverse bajo la acción de una fuerza. En otras palabras, son equivalentes. De nuevo, una casualidad muy importante, que responde a que todos los cuerpos sean atraídos por la gravedad con la misma fuerza.
Ambos problemas llevan a la formulación de las teorías métricas de la gravedad, inicialmente desarrolladas por Albert Einstein en 1915 y 16 con su Teoría de la Relatividad General. En estas teorías, la gravedad deja de ser una fuerza para ser una consecuencia de la geometría del Universo: no nos movemos en un espacio tridimensional plano, sino sobre una tela elástica deformable con montañas y valles. Esta geografía del espacio, son sus rampas y cuestas, nos hace sentir una aceleración que denominamos gravedad. El Principio de Equivalencia pone en pie de igualdad a la gravedad con cualquier otra aceleración (con algún que otro pero). Por eso a veces parecemos flotar en las montañas rusas o en los ascensores: la aceleración gravitatoria es contrarrestada por otra aceleración cualquiera, dejándonos flotando como si en el espacio estuviéramos.
A pesar de que sean particularmente increíbles, la fuerza de la gravedad esconde muchos más tesoros: desde los cohetes hasta la posibilidad de impacto con un asteroide, todo pasa por ella. En la próxima ocasión, veremos por qué la Tierra gira alrededor del Sol y con qué forma, porqué un año dura 365 días y cómo el Apolo llegaba a la Luna sin apenas usar combustible.