Javier Roldán
En el contexto de crisis climática que vivimos, la llamada transición energética está al orden del día. La solución parece simple: la sustitución de las fuentes de energía fósiles por renovables, pero detrás de este planteamiento se esconden multitud de estrategias, intereses, actores y afectados. El modelo de actuación que parece estar imperando es sumamente tecnocrático, es decir, las decisiones en esta materia son tomadas por grupos de técnicos y expertos, no por políticos. Consta de proyectos renovables a gran escala con una gran ambición de producción energética, pero que juegan en detrimento de un recurso fundamental: el territorio. Así se generan situaciones desoladoras para las comunidades locales y la biodiversidad que lo habitan.
Según cálculos del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO), las plantas de producción de energía renovable ya ocupan entre un 1,6% y un 3,3% del territorio nacional. Ante un escenario de necesidad de cambio global, parece injustificable poner trabas a lo que parece ser el futuro de la transición energética, pero ¿tiene sentido llevar a cabo semejantes macroproyectos a costa del paisaje y de las comunidades mientras que la sociedad mantiene un modelo ideal de consumo ilimitado? ¿Una transición energética basada únicamente en el desarrollo tecnológico con apariencia “verde” es suficiente para frenar la catástrofe a la que caemos en picado? ¿Es justo para las comunidades rurales este modelo centralista de producción energética? ¿Es el bienestar de todas las personas lo que está guiando este proceso o los macro beneficios económicos de un conjunto de corporaciones? Estas y otras incógnitas se plantean en un conflicto del que depende el futuro energético que queramos tener.
Protagonistas del conflicto
Los actores principales de este conflicto son, por un lado, las grandes empresas de energía renovable españolas como Endesa, Acciona, Iberdrola o Gamesa, entre otras. En contraposición, están los municipios rurales, los cuales ocupan el espacio objetivo para los macroparques solares o eólicos. Como subgrupo más afectado están los tenedores de las fincas y los trabajadores agrarios que son víctimas de la expropiación de sus tierras, que suelen tener un uso agrícola o ganadero extensivo. Por último, debemos hablar de las instituciones autonómicas, que desempeñan un papel decisivo en el ámbito legislativo y judicial. Estas determinan las herramientas que van a mediar en el conflicto.
Las empresas buscan obtener el mayor beneficio a partir de estos proyectos, dado que las plantas de energía renovables tienen una gran rentabilidad por las ventajas regulatorias que las administraciones les han brindado. En 2022 se estableció un decreto ley por el que las plantas solares de menos de 150 megavatios (MW) y los parques eólicos de menos de 75 MW en zonas de baja afección ambiental no tienen que someterse a evaluación de impacto ambiental de forma obligatoria. Además, los proyectos de menos de 50 MW son tramitados a nivel autonómico en vez de estatal, lo que simplifica y acorta el proceso de aprobación e implantación. Las empresas han sabido sacar provecho de esta situación y están llevando a cabo fragmentaciones de las plantas. De esta forma, los complejos energéticos se subdividen en islas, evaluadas como proyectos individuales, cada una con 49,9 MW, pero componiendo en sí un único parque de producción energética.
La legislación de impacto ambiental es la única que actualmente es capaz de regular mínimamente la implantación de parques renovables. Concretamente sería el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) el que debería abarcar estas cuestiones, pero en ningún momento menciona un modelo de energía distribuida y asume uno centralizado. Tampoco propone un modelo de ordenación territorial respecto a la energía renovable.
Contra el abuso de las grandes empresas
En torno a esta posición, la sociedad se ha movilizado organizando manifestaciones bajo el lema “Renovables sí pero no así”. Una de las plataformas participantes de estas movilizaciones es ALIENTE (Alianza Energía y Territorio), la cual aúna 180 organizaciones ecologistas y sociales. Esta emitió un informe en 2022 sobre el potencial fotovoltaico de España al margen de los macroparques. En sus conclusiones afirman que en España existen 308.308 hectáreas en tejados, zonas industriales, vertederos, escombreras, minas abandonadas, zonas aledañas a las infraestructuras de autovías, autopistas y vías férreas, canales al aire libre e invernaderos ya consolidados, donde se podrían instalar placas solares. También argumentan que existen superficies suficientes para instalar 181 gigavatios (GW) que producirían más de 272.037 GW hora al año en energía solar fotovoltaica con un mínimo impacto ambiental, siendo esta energía algo superior al consumo anual de electricidad en España en 2021 (259.905 GW/h). Desde este movimiento critican también incoherencias del modelo existente. Un ejemplo lo representa el reparto de la producción de energía. La gran mayoría se genera en el ámbito rural, pero se consume en el urbano. Esto produce una gran pérdida de energía que tiene lugar durante el transporte de la misma.
El modelo centralizado de producción renovable también supone la masiva expropiación de superficie agraria útil. Esto significa el abandono de la actividad agraria tradicional y un cambio de modelo productivo que resultaría sumamente inestable para esas familias de agricultores. También se produciría una conversión parcial del sector agrario en eléctrico y la capacidad de producción nacional de alimentos disminuiría mucho, y con ella las emisiones de las importaciones. A todas estas consecuencias negativas se suman la pérdida de biodiversidad vinculada a los agroecosistemas en el caso de los parques solares, o el gran daño a la avifauna que suponen los proyectos eólicos. La lucha contra la crisis climática no puede agravar la crisis de biodiversidad. Las soluciones planteadas deben tener un enfoque holístico dentro de esta gran crisis ambiental en la que todos los elementos están relacionados y no se puede pretender abarcarlos por separado.

Las zonas objetivo de estos proyectos suelen localizarse en núcleos poblacionales muy amenazados por la despoblación, con una gran tasa de envejecimiento y una carencia general de servicios. Esto genera una situación clave para las empresas en la que cierta parte de la población está de acuerdo con la implantación de los proyectos, ya que ven en los ingresos que esto aportaría a la localidad la solución para la situación crítica de abandono. Mientras, otra parte de la comunidad, generalmente la que obtiene beneficio de esas tierras, se opone. Sobre estas tensiones habla Rodrigo Sorogoyen en su aclamada película “As Bestas”. Los macroproyectos renovables son el batacazo final al problema de la despoblación rural, zambullendo a estas comunidades en una relación de dependencia económica y desmantelando el poco potencial de autogestión que les queda.
No se puede pretender atajar un problema de esta envergadura dejándolo únicamente en manos de empresas y fondos de inversión. Se debe generar una transición energética cuya plasmación territorial atienda a un plan de ordenación del territorio, el cual asegure la supervivencia de las comunidades locales y el patrimonio ecológico y paisajístico. Todo esto pasa por un modelo descentralizado de producción energética más vinculado al autoconsumo y que tenga en cuenta las superficies libres antrópicas. La transición ecológica debe ser justa para todas las personas y, en lo posible, mantenerse al margen de los circuitos de mercado. A su vez, se debe tener en cuenta que la transición energética no es la transición ecológica, y que todo esto debe venir acompañado de un cambio en el modelo de consumo y la producción a gran escala.